El convencimiento absoluto y claro que hemos de alcanzar es que las
horas de Sagrario nos lanzarán a la santidad. Seguiremos siendo falibles y
pecadores, débiles, pero poco a poco iremos siendo transformados, porque la
Presencia de Cristo y su Amor redentor nos irán tocando hasta moldearnos. La
santidad la da Él. El anhelo a la santidad lo va despertando Él, suscitando
el deseo, para luego colmarlo gratis y por amor.
"Todo debe converger en el Sagrario, nueva "tienda del
encuentro" y lugar privilegiado para contemplar, "hasta el arrebato
del corazón" (Novo Millennio Ineunte, 33), el rostro del Señor:
rostro doliente de Cristo crucificado, "en el que se esconde la vida de
Dios y se ofrece la salvación del mundo" (ib., 28); rostro glorioso
de Cristo resucitado, en el que la Iglesia, "su Esposa, contempla su
tesoro y su alegría" (ib.).
Hoy deseo repetiros a vosotros cuanto dije ya al inicio de mi pontificado:
"¡Cristo es el Redentor del hombre!". Él, el mismo a lo largo de los
siglos (cf. Hb 13, 8), es verdaderamente el único Salvador del hombre,
porque "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12). Así pues, la vida
cristiana no puede por menos de desarrollarse a partir de él. Debemos
"recomenzar desde Cristo" cada día, buscando un "alto
grado" de vida evangélica y poniendo por obra una "auténtica
pedagogía de la santidad" (Novo millennio
ineunte, 31)" (Juan Pablo II, Mensaje al Arzobispo de
Benevento con ocasión del Congreso Eucarístico de la Archidiócesis,
1-junio-2002).
Éste debe ser el centro de toda pastoral; éste el camino parroquial;
éste el dinamismo de todo Monasterio... porque aquí se labrarán santos, nunca
en los papeles de los proyectos y programas.